Madre mía. Es la frase que acude a mi cabeza en cuanto veo aparecer por el sendero a la invitada de esta noche. Los visitantes del Beso de Luna se ven obligados a apartarse a un lado abriendo una especie de camino fluorescente a los pies de la recién llegada. Los candeleros vibran a su paso, alzando las llamas hacia el cielo en un impulso irreal, lo que consigue multiplicar el resplandor rojo de su melena ondulada, que arde en tonos encendidos desde el caoba al fuego. Camina erguida y viene directa hacia mí. Metro noventa, quizás, calculo mientras me quedo anclada en unos ojos grises que se pierden en el tiempo.
—Gracias por venir. Sé que eres una mujer muy ocupada —digo sin atreverme a dar paso alguno.
Ella se aproxima a mí y me regala la caricia de sus labios cálidos en la mejilla, dejando el rastro de un aroma salvaje y evocador en mi memoria.
—No podía faltar —contesta con voz grave y sensual.
Observo cómo se desprende del largo abrigo y acomoda su cuerpo escandaloso entre los cojines del reservado, disfrutando de una actitud indolente. No tiene ninguna prisa. Pasea su mirada luminosa por cada rincón de la estancia y me contempla sonriendo.
—Este lugar me trae recuerdos de un sitio que conozco.
—Lo sé —respondo con una sonrisa cómplice.
Su presencia es cercana e inquietante al tiempo. Desprende el peligroso atractivo de una fiera. He hecho traer para ella una botella del mejor vino tinto del lugar. Contemplo cómo se recrea analizando el cristal y los matices del líquido a la luz de las velas. Acerca la copa a su boca y en cuanto el líquido oscuro la alcanza, sus papilas se ven arrastradas inexorablemente hacia el placer. No hace gesto alguno, pero lo sé por la expresión de sus ojos. El iris adquiere un matiz violeta.
—Excelente.
—Me alegro. Tan solo te he hecho venir para disfrutar de esto contigo y, por supuesto, para que la gente te conozca.
—No deberían conocerme demasiado…
—No te preocupes. Guardaré celosamente tu secreto.
La daga fenicia es como un organismo vivo que quiere seguir creciendo…